MISTERIOS DE LA ARQUEOLOGÍA EL MANUSCRITO VOYNICH

MISTERIOS DE LA ARQUEOLOGÍA
EL MANUSCRITO VOYNICH
Un volumen manuscrito hallado de manera espectacular trae de cabeza a los científicos contemporáneos nuestros. El libro, pues en la práctica de eso se trata,
fue encontrado por Wilford Voynich en el año 1912, en el interior de un cofre misterioso, cerrado durante siglos, en un castillo cercano a Roma. De acuerdo con los
datos que el propio manuscrito suministró, había pertenecido al inquieto padre jesuita, investigador de lo raro y curioso, Atasnasio Kircher, quien lo recibió como un regalo, probablemente de un amigo, con una inscripción inquietante: «Esfinges como ésta no obedecen más que a su dueño. » A nosotros nos parece que el significado de la dedicatoria debe traducirse en el sentido de que sólo tendrá en sus manos el manuscrito con pleno derecho, sólo obtendrá de él conocimiento, quien sepa interpretarlo, debidamente. Es una opinión que concuerda con lo que el libro guarda entre sus más de 200 páginas repletas de gráficos e informes, datos y dibujos, que parecieron críticos porque en su momento no se observaron con una óptica amplia y sin condicionamien tos, de tal modo que todavía en fechas muy recientes el manuscrito fue considerado como un conjunto de mapas. Las computadoras no pueden digerir con soltura los datos que se extraen de él y sus respuestas son vagas y confusas, porque los técnicos que las manejan no utilizan su imaginación en la medida necesaria y limitan las posibilidades solamente a lo que ellos creen que puede ser.
Hoy se sabe ya que no se trata de mapas; o mejor, que no se trata de simples mapas y sólo de mapas: el manuscrito Voynich recopila una gran información de astrología, botánica, farmacia y biología, expuesta a través de textos y diagramas, para confeccionar algunos de. los cuales han sido utilizados el microscopio y el telescopio. De otra forma no sería posible observar secciones de tallos y hojas de distintos vegetales que quedan reflejados en los dibujos; ni sería factible tampoco divisar la galaxia Andrómeda, sólo visible con el empleo de, potentes lentes telescópicas. Es decir, instrumentos de precisión óptica depurados existían ya con anterioridad a la época en que las lentes se comenzaron a perfeccionar e hicieron posible la fabricación del microscopio.
No pueden reunirse, aunque añadiésemos algunos ejemplos más, casos comprobados suficientes para afirmar con rigor que existió una tecnología avanzada hace miles y millones de años. Incluso, como es notorio, algunos de los descubrimientos expuestos que se refieren a esa posibilidad no cuentan con garantías y com probaciones fehacientes; otros se encuentran sólo en leyendas muy primitivas, y algunos más son referencias de referencias que poco valor deben tener. Pero sí representan indicios de que no es despreciable la consideración ración de que otra u otras humanidades nos precedieron. Aunque supone un esfuerzo imaginar a los hombres primitivos trabajando en sus fábricas sujetos al ritmo de la producción y a un horario rígido, parece que el destino del hombre es ése: ampliar su conocimiento, crear una técnica, para padecerla después.
Somos unos insectos industriosos, como diría Paradox en la novela de Baroja, y todos los disparates técnicos quedan dentro de nuestro habitual campo de actuación. Nadie quiere enfrentarse en serio -o no puede-a estos descubrimientos enigmáticos del pasado que rompen los esquemas de nuestra concepción del mundo y de la historia.
Kolosimo, Andrew Tomas, Bergier, Pawels, Duval, Gallet, y tantos otros que, como yo estoy haciendo, ahora, relatamos con apasionamiento los secretos dél pasado, estamos divulgando datos muchas veces incom-pletos; mas si se consigue sembrar en las conciencias la inquietud con respecto a ellos, la suficiente para que nos planteemos qué somos realmente dentro del Cosmos, qué fuimos y qué podremos ser, de alguna manera, algún día, aunque no se haya esclarecido nada, nos - conoceremos más y mejor.
El descifrado de escrituras mágicas, incluso mucho más recientes, no ha comenzado aún. Las diversas interpretaciones esotéricas son poco convincentes. Numerosos alfabetos mágicos han llegado hasta nosotros, y A. E. Waite publicó varios de ellos. En realidad, el misterio que encierran permanece oculto por entero. Según la mayoría de los especialistas, presentan signos más complejos que los ideogramas chinos, y tienen, probablemente, un contenido muy rico en información. Una cosa nos llama la atención, y es que, con frecuencia, tienen un extraño parecido con los diagramas de los circuitos impresos. Sabemos lo que son, por ejemplo, los circuitos impresos de los transistores. Se trata de circuitos electrónicos realizados con tintas resistentes... conductoras y magnéticas. Esta idea puede ser una locura. No será un caso único en este libro. Unas líneas trazadas sobre un pergamino pueden ser instrumentos de telecomunicación o receptáculos de energía. En todo caso, convendría partir de ideas de esta naturaleza pluridisciplinaria para proseguir los trabajos esbozados por John Dee sobre la escritura mágica.
La clave de los sistemas mágicos y del Gran Lenguaje, ¿se encuentra, tal vez, en casa de un anticuario americano? Esta absurda pregunta, propia de un periódico sensacionalista, tiene, sin embargo, cierto interés.
David Kahn, uno de los más distinguidos especialistas americanos en criptografía, escribe: «El manuscrito Voynitch es, quizás, una bomba colocada debajo de nuestros conocimientos, y que estallará el día en que se consiga descifrarlo.» Este manuscrito se halla en venta, por 160.000 dólares, en casa de Hans P. Kraus, en Nueva York. Se presenta como un manuscrito iluminado de la Edad Media. Consta de 204 páginas. Según la numeración, faltan 28 de ellas. Su redacción se atribuye a Roger Bacon. Se trata, bien de una lengua desconocida, bien -y esto parece más probable- de una obra escrita en clave. Allá por el año de 1580, el duque de Northumberland, que había saqueado un número considerable de monasterios, lo envió al mago John Dee, el cual, después de un estudio dcl que nada sabemos, lo regaló al emperador Rodolfo II, alquimista, astrónomo y protector de Tycho Brahe y de Kepler. Más tarde, en el siglo XVII, pasó a manos de Marci, rector de la Universidad de Praga. Una carta de 19 de agosto de 1666 acompaña su envío a Atanasio Kirscher, cuyos esfuerzos resultaron vanos. Después de su fracaso, Kirscher depositó el manuscrito en poder de la Orden de los jesuitas. En 1912, el anticuario Wilfred Voynitch lo compró a la Universidad jesuita de Mondragone Frascati (Italia) y repartió copias por todo el mundo. Se creyó descubrir, en las iluminaciones, nebulosas espirales, plantas desconocidas y el cielo alrededor de Aldebarán y de las Híadas. En 1921, William Newbold, decano de la Universidad de Pensilvania, asesor del centro de espionaje americano en materia de criptografia, creyó haber descifrado una parte del manuscrito, algunas de las primeras páginas. Pero la clave cambiaba después. Según Newbold, Bacon debió tener conocimientos superiores a los nuestros; pero su traducción es discutida en la actualidad. Newbold murió en 1926; Voynitch, en 1930; su mujer, en 1960, y los herederos cedieron el indescifrable manuscrito a Kraus, el cual espera la oferta de alguna fundación.
Todas las hipótesis están permitidas. El pesimista recordará el famoso papiro Rhind, escrito 1.800 años antes de J. C., que anuncia «el conocimiento completo de todas las cosas, la explicación de todo lo que existe, la revelación de todos los secretos», y que no contiene más que la teoría de las fracciones y su aplicación a la paga de los obreros de una obra. El optimista pensará que Roger Bacon no era hombre capaz de poner en clave cosas insignificantes. El manuscrito Voynitch puede no contener más que fórmulas anticuadas, o puede ser la clave que, como imagina David Kahn, venga a trastornar un día toda la historia de los conocimientos.
Por otra parte, esta conmoción se halla ya en curso, sobre todo en el estudio de las matemáticas antiguas. Ni siquiera un hombre como Van der Waerden, una de las más altas autoridades en este campo, rechaza la hipótesis de una ciencia antigua que habría dado origen a los conocimientos babilónico, egipcio y chino.
«Es imposible demostrar el fundamento de tales hipótesis, que, por lo demás, son ajenas a nuestro trabajo», dice. Pero añade a continuación: «La historia de las matemáticas griegas se extingue súbitamente, como una vela al ser soplada. ¿Cuántas otras altas ciencias murieron con la misma brusquedad, y por qué?»
Es evidente que el descubrimiento de unas matemáticas superiores probaría la existencia de altas civilizaciones extinguidas, a su vez, «como una vela al ser soplada», y arrojaría una viva luz sobre el Gran Lenguaje. Sin embargo, las altas matemáticas exigen una estructura mental particular. Los números y los cálculos no aparecen por sí solos. Su relación con el mundo real es imposible de captar. Si existe algún vestigio de ellas en los documentos de que disponemos, sólo podría ser descubierto por matemáticos cuyo violín de Ingres fuese la Arqueología, o por equipos pluridisciplinarios que no han sido aún constituidos sistemáticamente. Por supuesto, nosotros somos optimistas. Nuestra mayor satisfacción sería presenciar el estallido de bombas como la que sueña Kahn. Y, sin prejuzgar nada, estamos alerta en todas partes: ante el pórtico de Notre-Dame; entre los megalitos; en las ruinas de Babilonia, e incluso en casa de Kraus, en Nueva York...
Una última pista podría conducir al Gran Lenguaje: el inconsciente colectivo de la especie humana. En las extrañas lenguas que inventan a veces los niños, en los lenguajes desconocidos que hace aparecer, en ciertos casos, la hipnosis profunda, ¿puede percibirse el eco de aquella «lengua de los pájaros, madre y decana de todas las demás», que asciende desde lo profundo de los tiempos?
Hace treinta años, visité la sima de Padirac. El barquero que nos conducía sobre las negras aguas, pronunció esta maravillosa frase: «Este río es tan desconocido que ni siquiera se sabe su nombre...» Con esto expresaba, ingenuamente, dos certidumbres profundas que se agitan en nuestras almas: a saber, que las cosas sólo existen para nosotros cuando han sido nombradas, y que existe, desde la eternidad, un nombre que corresponde a cada cosa, la contiene y la expresa por entero.
«El hombre -escribe Chesterton- sabe que el alma tiene matices más milagrosos, más innumerables, más indecibles aún que los colores de un bosque en otoño. ¿Cómo creer que todas estas realidades, en sus tonos y semitonos, en sus fusiones y sutiles correlaciones, pueden ser expresadas con exactitud por un sistema arbitrario de gruñidos y gemidos? ¿Puede un agente de Cambio y Bolsa emitir con sus labios todos los sonidos que explican los misterios de la memoria y las angustias del deseo? No, no, piensa el hombre: toda lengua es insuficiente: quizá todas las lenguas no son más que degeneraciones del momento sagrado en que Adán «puso nombre a las cosas».
Esta idea, ¿es añoranza, o comprobación de una insuficiencia eterna? ¿Hemos inventado el mito de un Gran Lenguaje para mitigar nuestra angustia de lo inexpresable? Sin embargo, la tradición se refiere a él con insistencia, y las sectas gnósticas, por ejemplo, afirman poseer la verdad de libros cuyo origen es alógeno, extraño y superior a este mundo. La exposición del Libro Sagrado del Gran Espíritu Invisible se inicia con estas solemnes frases:
«Aquí está el libro que escribió el gran Set (uno de los hijos de Adán). Lo depositó en altas montañas... Este libro lo escribió el gran Set, con escrituras de ciento treinta años. Lo depositó en la montaña llamada Charax, a fin de que se manifieste en los últimos tiempos y en los últimos instantes.»
Fabián Ramirez

Comentarios

Entradas populares